lunes, 10 de noviembre de 2008

Hans Christian Andersen

La vida de Hans Christian Andersen se parece a la de algunos de los sufridos protagonistas de sus cuentos. Su familia era tan pobre, que el padre construyó la cama matrimonial con los restos de catafalco fúnebre comprado en un remate. Ese padre, por otra parte, era un hombre cuyas ideas y pensamientos tenían poco que ver con el mundo de las necesidades inmediatas: en vez de remendar los zapatos –era zapatero-, prefería huir al bosque a soñar. Hasta que un día se marchó definitivamente de casa para combatir al lado de Napoleón. Volvió, sin embargo, al cabo de un año, pero tan enfermo, que poco después murió.
Hans Christian creció casi solo, ya que la madre volvió a casarse y lo dejó poco menos que libre a si mismo. Fue a la escuela hasta aprender a leer y escribir; luego, la abandonó. Había heredado de su padre la propensión a escaparse a los bosques y soñar, y si a ello se agrega que permanecía largas horas contemplando el mar, se tendrá una idea de su carácter infantil. Cuando creció, no cambió mucho, de modo que se le hizo difícil conseguir trabajo, aunque los probó todos.
Contrariamente a la contemplación inactiva practicada por su padre, el futuro escritor hizo de su temperamento soñador la fuente de su inspiración, es decir, el motivo de su trabajo. Desde muy temprana edad, y a solas, como todas las cosas que hacía, se puso a escribir comedias y otras obras de teatro, las que alternaba con la concepción de relatos cortos. Hans Christian sólo parecía ser un contemplativo apático; la verdad era que se convirtió, acicateado por su vocación de comediógrafo y cuentista, en un formidable trabajador.
Había nacido en Odense, Dinamarca, el 2 de abril de 1805. Sus andanzas le llevaron, siendo apenas un joven, a otros lugares de la patria. Ocurrió que teniendo sólo 14 años, después de ver actuar a una compañía de cómicos que pasaba por su ciudad natal, decidió irse con ella, camino de Copenhague. Tomó la decisión metiéndose en el bolsillo los únicos 15 táleros (moneda antiguamente alemana) que poseía, y allá se fue. Él no lo sabía, pero al emprender la marcha lo hacía llevando consigo al escritor al que había dado vida con su coraje.
En la capital del reino le esperaba una desigual batalla: quería ser actor, y su figura poco agraciada no le ayudaba; quería ser autor de piezas teatrales, y sus comedias no gustaban. Solicitó ser admitido en compañías de reconocida trayectoria y en otras de menor fama, pero en ninguna obtuvo respuesta: sus mediocres cualidades histriónicas desalentaban a empresarios y directores. Recurrió al padrinazgo de algún noble, pero tampoco.
Estos reveses y las privaciones correspondientes (de los magros ahorros no le quedó nada bien pronto) no le impidieron, sin embargo, continuar con su ritmo de trabajo. Seguía produciendo, aunque no gustaran sus escritos. Fue así como la publicación de un poema, “El niño moribundo”, atrajo la atención de un conocido poeta, Oehlenschlanger, y de otras personas interesadas en su producción, que decidieron ayudarle. Comenzó para él una buena época, la que se convirtió en excelente cuando conoció al político Jonás Collin, eminente hombre público que decidió protegerle en adelante. Por intervención de este providencial mecenas, Hans Christian volvió a la escuela y siguió estudios regulares costeados por el Estado. Había comprendido que su triunfo llegaría cuando dominara la lengua nativa y pudiera dar forma con un mejor instrumento a sus inacabables imaginaciones.
Cuando terminó los estudios, se dedicó de lleno a escribir para el teatro. Una y otra comedia fue saliendo de su fértil fantasía. Pero a ninguna compañía le interesaba, preferían arriesgar con otros autores. Tanto insistía él, que, en ocasiones, las obras lograban la aprobación de algún director y hasta el elogio de algún crítico. Andersen creía tocar el cielo con las manos. Pero en seguida venía la realidad: la pieza siguiente era rechazada y criticada duramente. El escritor no había nacido para autor teatral.
Entonces, Hans Christian, que tenía de todo menos de haragán, se puso a escribir cortas narraciones, obligado por las necesidades que otra vez volvían a rondarle. Esos cuentos y relatos encontraron rapidísimo eco entre el público.
Él ni se asombró; lo creía natural. Pero no se daba cuenta de la importancia de esa producción. Y seguía creyendo que lo fundamental para un creador era triunfar en la escritura de comedias y novelas.
Sin que él se diera cuenta, al cumplir los treinta y cinco años de edad su nombre era ya el de un escritor conocido. Esos cuentos que él producía como que si no le costarán, y hasta sin darles valor, habían ido creándole una fama que crecía día a día. Comenzaron a lloverle las invitaciones para visitar castillos de nobles protectores de las letras, que le declaraban huésped de honor; las ciudades se disputaron su presencia, considerando un privilegio contarle en sus cortes. En fin, los viajes ocuparon su vida desde entonces, y así conoció Suecia, Francia, España, Grecia e Italia.
Todo esto le entusiasmaba, despertaba su curiosidad de niño grande. Pero no cesaba de producir y, por esta razón, por una afortunada novela titulada “Improvisadores”, su fama se hizo verdadera y duradera en toda Europa. Al menos así lo creyó él, ya que creía menos largo, en la memoria, el camino de sus cuentos admirables.
Una vez más, como un personaje de esos cuentos, regresó a Dinamarca, a su Odense natal, en la apoteosis de su gloria de escritor. Había salido pobre y desconocido, y volvía rico y renombrado. Orgullosos, los dinamarqueses, al oír tantos elogios de él y al ver su obra variada y bella, acumulada con el andar de los años, decidieron levantarle un monumento. Se cuenta que Hans Christian, ya viejo, solía pasearse dando vueltas alrededor de la estatua y mirando él también con admiración al creador de tanta narración fabulosa, poética y aleccionadora, como si no fuera él mismo.
No sabemos si daba igual importancia al Patito Feo, uno de sus inolvidables personajes, de todos conocidos; a Sirenita, a soldadito de Plomo, al ruiseñor, a princesas, hadas, gnomos y otros seres fabulosos que creó o recreó con tanto acierto, o a sus otros escritos. El mundo que había hecho vivir con la palabra, sacado de la magia de la infancia de todos los pueblos y todos los tiempos, ese mundo él lo llevaba dentro; por eso, tal vez, nunca lo tuvo muy en cuenta. Para la literatura universal es tan hermoso y ha logrado tanta aceptación, que en la melancolía que lo envuelve creemos ver algo de su espíritu soñador y luchador.
Andersen, consagrado, admirado y querido, murió a los setenta años, en Copenhague, en casa de unos ricos comerciantes amigos suyos que le alojaban temporalmente.
Akira
Joselin